El
‘expresident’ y su entorno se resisten a reconocer que defienden una falacia
irrecostruible
VALENTÍ
PUIG, El País
9 ENE 2018 -
00:00 CET
“En las
viejas mitologías abundan los diluvios y los paraísos perdidos bajo el mar. En
la epopeya hispánica L’Atlàntida de Verdaguer se hunde el
continente de los atlantes y nace la futura América: en otros casos, se imponen
diluvios de toda índole. Carles Puigdemont, desde su exilio de pommes
fritesen Bruselas prenuncia otras inundaciones, sin cauce ni razón
histórica, sino más bien secuela de un posdiluvio en el que los fundamentos de
la Cataluña moderna parecen carecer de peso específico, arraigo y capacidad de
sedimentación. Dicho de otro modo: han caducado los repertorios mitológicos y
el contraste entre sociedades homogéneas y heterogéneas carece de fronteras
fijas, pero el nacionalismo no lo había comprendido porque estaba con sus
labores titánicas de presión mediática, hostilidad digital, propaganda y
primitivismo dialéctico. Mientras, cientos de miles de electores han hecho de
Ciudadanos el partido más votado aunque Puigdemont esté en Bruselas empeñado en
seguir presidiendo la Generalitat por alfabeto Morse o con señales de humo. El
nacionalismo se juega ahora su propia realidad. En realidad, le queda algo de
presente, pero no se ve su futuro.
Si nos
preguntamos por el grado de racionalidad que tiene la trayectoria de
Puigdemont, la respuesta es muy precaria, antediluviana. Toda su ejecutoria
pública consiste en truncar las conexiones de la sociedad catalana con sus
arraigos de convivencia, respeto a la ley, coexistencias identitarias, know
how económico, virtualidad institucional y sentido hispánico. Aún
demostrando que algunos agravios de Cataluña sean ciertos no es justificable
que la solución sea romper con España. Ni los sucesivos diluvios nacionalistas
han logrado generar una mayoría suficiente convencida de la necesidad
perentoria de constituir una república catalana para quedarse fuera de España
y, por consiguiente, de la Unión Europea. Ha diluviado a fondo desde el crack pujolista,
pero el definitivo rey de las lluvias ha sido Carles Puigdemont, un ser de la
Cataluña profunda y subvencionada, con instintos de pastor sin GPS, acunado en
la causa separatista, sin otra pasión política que una hispanofobia indigenista
y con dedicación a cargo general del contribuyente. Bajo las rachas de su
diluvio incluso hemos visto pasar expediciones carlistas con capote impermeable
y aversión al Estado liberal, por supuesto al Estado de derecho y la razón de
ser de la Unión Europea. Nunca fue el nacionalismo catalán menos autocrítico ni
más simplista, hasta el punto de que —como revela el mapa poselectoral— uno de
sus errores más inmensos ha sido gestionar tribalmente lo que es una Cataluña
compleja, que cambia todos los días y que se reinterpreta de forma espontánea
más allá del mito y la fábula. El año pasado, a pesar de que ya eran tiempos
ilusorios para el independentismo, una de las voces más fundamentalistas de la
secesión propuso en un tuit que, cuando se diera la victoria independentista,
había que ser magnánimo con todos los que querrían haberla hecho fracasar por
advertirlo con antelación. ¿Es que advertir de que el independentismo no
saldría adelante era hacerlo fracasar? Fracasa por sí mismo. No lo impide el
llamado discurso del miedo que no era sino consideración del impacto económico
negativo. Intuíamos que no sabrían aceptarlo. Ahora viene lo de siempre:
corresponderá a los demás aligerar el estropicio. Puede tardar mucho. Habrá
otras pasiones, otros videojuegos. Tal vez el emocionalismo vaya quedándose en
casa.
Con la
aplicación del 155, criticada por blanda en sectores de la derecha española no
siempre clarividentes, el tumulto de hipocresía fue inmediato: en el entorno
abradacabrante de Puigdemont se persiste en la idea de que las recientes
elecciones son una derrota del 155, pero lo cierto es que ningún partido dejó
de presentar candidaturas —Puigdemont, la suya—, como no hubo dimisión de
cargos políticos de la Generalitat cuando el Gobierno de Mariano Rajoy obtuvo
el visto bueno del Senado. El 155 ha sido beneficioso por dar estabilidad en
instantes frágiles y garantizar el desempeño de una administración pública que
llevaba años paralizada. Los intentos por convertir la resistencia al 155 en un
nuevo mantra no han tenido éxito, hasta el punto que el partido más votado le
dio su pleno apoyo. Sigue diluviando allá donde esté Puigdemont. Está sin arca
flotante, sin parejas de toda especie animal embarcadas para reconstruir el mundo.
Su mundo es irreconstruible porque, aunque deje posos y frustración abertzale, es
una falacia. Es absurdo suponer legitimidad donde solo hay patología política.”
Valentí
Puig es escritor.
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