George Steiner e Doris Lessing, 2001 |
Un
humanista crepuscular
Steiner está para demostrar que el
anhelo de una cultura europea es un deseo utópico a la espera de un
renacimiento
Por
Jordi Llovet
1 JUL 2016 - 23:13 CEST
“No es necesario ser pesimista para
calificar a Francis George Steiner de humanista crepuscular. La crisis de las
universidades europeas —hoy convertidas en mercados de pseudosaberes por lo que
respecta a las ciencias humanas— hace que una figura como la de Steiner, que
profesó en diversas universidades de Estados Unidos y de Europa, resulte hoy
prácticamente irrepetible. Sucede lo mismo con Harold Bloom, si nos centramos
en el campo de la literatura general y comparada, como habría sucedido en el
caso de los desaparecidos Auerbach, Curtius o Vossler, todos ellos formados en
el terreno de las lenguas clásicas y de muchas lenguas vivas de nuestro
continente. Hubo un tiempo para adscribirse a lo que José María Valverde llamó
“especialista en generalidades”, y ese tiempo está perdido, si no es que ha
desaparecido para siempre
Steiner, que nació en París, hijo de
padres judíos y vieneses, conoció el francés por sus estudios en los Lycées de
Francia, y el alemán por sus progenitores. Tuvo la suerte de emigrar de París a
Nueva York meses antes de la ocupación de Francia por el Ejército alemán —y, lo
que es peor, por los nazis—, y allí aprendió la lengua inglesa. Luego estudió
en Chicago, en Oxford, en Harvard, y más tarde profesó en Princeton, Innsbruck,
Cambridge y Ginebra, entre otras universidades. Esto le permitió conocer a
fondo las lenguas con mayor acervo cultural de Europa, además de conocer desde
niño las lenguas clásicas —a los seis años su padre le enseñó griego leyendo
con él la Ilíada en lengua original—, las literaturas generadas por muchas
lenguas modernas, y también la ciencia matemática, la física y la musicología.
Este era el perfil, grosso modo, del
polímata renacentista, alguien para quien ningún aspecto de las humanidades era
ajeno a una tradición milenaria, y alguien para quien toda materia de
conocimiento, todo saber, toda inteligencia de las cosas resultaba casi una
“obligación moral” —el término fue acuñado por otro de los grandes, Lionel
Trilling—: en el caso de Steiner era el buen camino para alguien que deseaba
considerarse un verdadero Weltbürger, un ciudadano del mundo.
Tres elementos, a nuestro juicio,
configuran este saber polifacético y se encuentran en la base de la infatigable
curiosidad de Steiner. En primer lugar, su filiación judía —que es la más
grande religión del Libro, y de los libros—, que le acercó a la lengua hebrea y
a los estudios bíblicos y, por ello, a esa actitud tan suya, y tan alejandrina,
de no dar por conocido todo lo que se presta todavía a alguna interpretación;
de aquí a su pasión por la traducción entre lenguas diversas y los mundos que
encierra cada una de ellas no había más que un paso. El segundo de los factores
es su perfecto conocimiento de la filosofía, la política y las letras de la
Grecia clásica, a uno de cuyos aspectos, la tragedia, dedicó su tesis doctoral,
y muchos otros libros y artículos. El tercero es una preocupación por el pasado
y el porvenir de Europa, continente que, como tantos hombres de letras del
siglo XX, Steiner considera crisol y depositario de una enorme, aquilatada
cultura humanística; eso sí, casi desaparecida. Como expresó en una de las
últimas largas entrevistas, que luego ha sido publicada (Un largo sábado,
Siruela, 2016), dijo, en este sentido: “Creo que Europa está muy fatigada…
Quizás estamos entrando en una gran época de irrisión y de escarnio”.
Su vida y su actividad, hoy todavía,
parecen estar ahí para demostrar que el anhelo de una cultura europea basada
más en la vida intelectual y el conocimiento del legado humanístico que en un
mercado común es un anhelo utópico, sin duda, pero a la espera mesiánica de
algún tipo de renacimiento.” Babelia, El País
Jordi
Llovet es catedrático
de Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona, y autor del libro Adiós
a la universidad. El eclipse de las Humanidades.
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