“Para nós, não se trata de reformar a propriedade privada, mas de aboli-la; não se trata de disfarçar os antagonismos de classe, mas de abolir as classes; não se trata de melhorar a sociedade existente, mas de estabelecer uma nova...
Nosso grito de guerra tem de ser sempre: a revolução permanente!”
K. Marx. In “Mensagem à Liga Comunista”, 1850
O culto ao " caudillo" e o mito revolucionário dominaram a história da América Latina.Octavio Paz revindicou a sua raiz democrática e , agora, Mário Vargas llosa é o líder intelectual e moral daqueles que esperam o triunfo da liberdade. O autor deste texto interpreta a história independente e moderna do continente, fala do mito do homem forte, do heroi providencial, e analisa a revolução como arauto de uma nova aurora.
Tierra de redentores
por ENRIQUE KRAUZE em Babelia , El Páis, 01/10/2011
"No uno sino dos fantasmas recorren la historia independiente y moderna de América Latina: el culto al caudillo y el mito de la Revolución. Los pensadores liberales del siglo XIX abjuraron de ambos. En Facundo -su obra clásica sobre el telúrico caudillo Facundo Quiroga, "sombra terrible" de las pampas-, Sarmiento recreó al prototipo del poder personal en el siglo XIX latinoamericano, el dueño de vidas y haciendas, hombre de horca y cuchillo, símbolo de Barbarie opuesta a la Civilización. Publicada en 1845, aquella obra tuvo una brillante descendencia, primero en el Nostromo de Conrad y más tarde en una larga sucesión de novelas sobre dictadores: Tirano Banderas de Valle-Inclán, El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietri, Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos y las dos antitéticas creaciones de García Márquez y Vargas Llosa: El otoño del Patriarca y La Fiesta del Chivo. Por lo que hace a la Revolución, a pesar del influjo romántico de la Revolución Francesa, en el siglo XIX el concepto se entendió como una ruptura ilegítima y violenta del orden legal. En ese mismo sentido lo emplea Conrad para describir a su turbulenta Costaguana: la Revolución como la otra vertiente de la Barbarie. Pero al despuntar el siglo XX, con el advenimiento de la Revolución mexicana y la bolchevique, una lenta trasmutación comenzó a operar en la realidad y la imaginación de nuestros países: la crítica del caudillo se transformó en culto al hombre fuerte, al héroe providencial; y la Revolución adquirió el prestigio de una nueva aurora de justicia para los pueblos. En la larga vigencia del culto heroico y el mito de la Revolución convergen dos autores clásicos: Thomas Carlyle y Carlos Marx. Al ensayista e historiador escocés se debe la idea de que la historia no tiene más sentido del que le confiere la biografía de los "Grandes Hombres", en particular la de los inspirados "héroes" políticos como Oliver Cromwell o el Doctor Francia, que prescindieron de las instituciones democráticas por considerarlas una parafernalia inútil. (Varios tiranos latinoamericanos como el venezolano Juan Vicente Gómez, a quien un reconocido historiador llamó "Hombre de Carlyle", siguieron ese libreto). A propósito de la Historia de la Revolución Francesa de Carlyle, Carlos Marx (que lo admiraba) escribió en 1850: "Le corresponde el crédito de haber combatido en la arena literaria a la burguesía... de una manera, por momentos, revolucionaria". El problema -agregaba Marx- es que "a sus ojos, la apoteosis de la Revolución se concentra en un solo individuo... Su culto a los héroes... equivale a una nueva religión". Pero también Marx creía que la apoteosis de la Revolución se concentraba en un solo protagonista... colectivo: el proletariado, las masas. Y ese culto, con el tiempo, "equivalió" también a "una nueva religión". El siglo XX probó que las simpatías entre ambos pensadores eran mayores que sus diferencias: solo se requería la aparición de un héroe carlyleano que asumiera la Sagrada Escritura de Marx. Ese personaje fue Lenin, y tras él irrumpieron en la escena varios otros: "El Dios trascendente de los teólogos...", escribió Octavio Paz, "baja a la tierra y se vuelve 'proceso histórico'; a su vez, el 'proceso histórico' encarna en este o aquel líder: Stalin, Mao, Fidel".
Tierra de redentores
por ENRIQUE KRAUZE em Babelia , El Páis, 01/10/2011
"No uno sino dos fantasmas recorren la historia independiente y moderna de América Latina: el culto al caudillo y el mito de la Revolución. Los pensadores liberales del siglo XIX abjuraron de ambos. En Facundo -su obra clásica sobre el telúrico caudillo Facundo Quiroga, "sombra terrible" de las pampas-, Sarmiento recreó al prototipo del poder personal en el siglo XIX latinoamericano, el dueño de vidas y haciendas, hombre de horca y cuchillo, símbolo de Barbarie opuesta a la Civilización. Publicada en 1845, aquella obra tuvo una brillante descendencia, primero en el Nostromo de Conrad y más tarde en una larga sucesión de novelas sobre dictadores: Tirano Banderas de Valle-Inclán, El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, Oficio de difuntos de Arturo Uslar Pietri, Yo, el Supremo de Augusto Roa Bastos y las dos antitéticas creaciones de García Márquez y Vargas Llosa: El otoño del Patriarca y La Fiesta del Chivo. Por lo que hace a la Revolución, a pesar del influjo romántico de la Revolución Francesa, en el siglo XIX el concepto se entendió como una ruptura ilegítima y violenta del orden legal. En ese mismo sentido lo emplea Conrad para describir a su turbulenta Costaguana: la Revolución como la otra vertiente de la Barbarie. Pero al despuntar el siglo XX, con el advenimiento de la Revolución mexicana y la bolchevique, una lenta trasmutación comenzó a operar en la realidad y la imaginación de nuestros países: la crítica del caudillo se transformó en culto al hombre fuerte, al héroe providencial; y la Revolución adquirió el prestigio de una nueva aurora de justicia para los pueblos. En la larga vigencia del culto heroico y el mito de la Revolución convergen dos autores clásicos: Thomas Carlyle y Carlos Marx. Al ensayista e historiador escocés se debe la idea de que la historia no tiene más sentido del que le confiere la biografía de los "Grandes Hombres", en particular la de los inspirados "héroes" políticos como Oliver Cromwell o el Doctor Francia, que prescindieron de las instituciones democráticas por considerarlas una parafernalia inútil. (Varios tiranos latinoamericanos como el venezolano Juan Vicente Gómez, a quien un reconocido historiador llamó "Hombre de Carlyle", siguieron ese libreto). A propósito de la Historia de la Revolución Francesa de Carlyle, Carlos Marx (que lo admiraba) escribió en 1850: "Le corresponde el crédito de haber combatido en la arena literaria a la burguesía... de una manera, por momentos, revolucionaria". El problema -agregaba Marx- es que "a sus ojos, la apoteosis de la Revolución se concentra en un solo individuo... Su culto a los héroes... equivale a una nueva religión". Pero también Marx creía que la apoteosis de la Revolución se concentraba en un solo protagonista... colectivo: el proletariado, las masas. Y ese culto, con el tiempo, "equivalió" también a "una nueva religión". El siglo XX probó que las simpatías entre ambos pensadores eran mayores que sus diferencias: solo se requería la aparición de un héroe carlyleano que asumiera la Sagrada Escritura de Marx. Ese personaje fue Lenin, y tras él irrumpieron en la escena varios otros: "El Dios trascendente de los teólogos...", escribió Octavio Paz, "baja a la tierra y se vuelve 'proceso histórico'; a su vez, el 'proceso histórico' encarna en este o aquel líder: Stalin, Mao, Fidel".
La sacralización de la Historia en la persona de un héroe produce la figura política de los "redentores". En América Latina el proceso tuvo antecedentes populares en la guerra de independencia mexicana y en los movimientos mesiánicos de Brasil (que Vargas Llosa recreó en su clásica novela La guerra del fin del mundo), pero su versión moderna -a mi juicio- nace del agravio contra Estados Unidos a partir de la guerra de 1898. Todavía Martí, el último liberal del XIX, pudo soñar con una constelación de repúblicas americanas, orientadas al progreso y respetuosas entre sí. Pero las actitudes imperiales del "monstruo" en cuyas entrañas había vivido (y cuya democracia y dinamismo había admirado) terminaron por decepcionarlo. Con su muerte murió también el proyecto de una América homogénea e igualitaria. Había que imaginar y construir otra América, distinta y opuesta a la del Norte. Movido por ese agravio, el pensador uruguayo José Enrique Rodó publicó en 1900 un opúsculo que influyó en el destino político e intelectual de "Nuestra América". Se titulaba Ariel y postulaba un "choque de civilizaciones" entre la superior espiritualidad de Hispanoamérica y la "barbarie" materialista de Estados Unidos.
Conforme avanzó el siglo, las más diversas corrientes ideológicas (el nacionalismo, el anarquismo, el socialismo, el marxismo, el indigenismo y aun el fascismo) fueron deudoras, en diversa medida, del idealismo "arielista" y encarnaron en personajes con ideas o actitudes "redentoras", como las del mexicano José Vasconcelos (que quiso ser presidente para "salvar a México" y vio en América Latina la cuna de una "Raza Cósmica") o las más terrenales del peruano José Carlos Mariátegui (que profetizó la convergencia revolucionaria entre el marxismo y el indigenismo). Tras la guerra civil española, América Latina se escindió entre fascistas y socialistas (con poco espacio para los liberales) pero a ambas corrientes las vinculaba aquel resentido desprecio contra el yanqui. Hasta un personaje ajeno al universo de los libros como Eva Perón, la "santa de los descamisados", lo albergaba.
En 1959, cuando el Ariel seguía siendo lectura obligada en las escuelas del continente, una santísima dualidad de redentores apareció en el escenario y cumplió la profecía de Rodó: Fidel y el Che. Mi generación los veneró. Debido a ellos, la Revolución -palabra mágica, concepto histórico, promesa de redención social- volvía a adquirir, acrecentado, el viejo hechizo de la Revolución mexicana o rusa. Era fácil adoptarla: una pasión excitante, un libreto sencillo y una inmediata gratificación del narcisismo moral. Y era imposible evadirla: estaba en las aulas y los cafés, en las páginas literarias, los suplementos culturales y la oferta editorial. La filiación de izquierda había dejado sus ámbitos habituales de la primera mitad del siglo XX (los sindicatos, las infinitas sectas, los partidos subterráneos o proscritos) para refugiarse en el mundo de la cultura y la academia, donde se volvió hegemónica. Y como el neotomismo en tiempos coloniales, la doctrina marxista alcanzó el rango de canon irrefutable."
Enrique Krauze (Ciudad de México, 1947) publicará el próximo día 6 Redentores. Ideas y poder en América Latina (Debate). Es director de la revista Letras Libres, cuya edición española celebra diez años, con actos en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, del 5 al 7 de octubre. Enrique Krauze conversará allí con Mario Vargas Llosa (viernes, 7, a las 19.30).www.enriquekrauze.com
Leia o artigo completo em :Tierra de redentores
Sem comentários:
Enviar um comentário